La Ternura Por
Marta Carpentier
Desde aquí miro las olas abrirse como colmillos y caer con fuerza mordiendo la arena. Dicen que vemos el mundo como somos. Que incluso los colores, algo que siempre pensamos que todos compartimos en una misma gama de apariencias y tonos, dependen de quiénes somos. Lo oscuro es paz para algunos, pero terror para otros.
No sé por qué escribo esto, por qué ahora. Creo que es porque en el fondo estoy empezando a entender cómo funciona esta isla y cómo eran de ciertas las palabras de mi padre que tanto intentó explicarme la mecánica de su naturaleza y de mí misma. Mi padre amaba los números, aunque nunca estudió tanto como él habría querido. Todos los matemáticos creen que lo saben todo, y todos los escritores también. Creemos que podemos acercarnos a las cosas y limitarlas, definirlas, estudiarlas, hacerles una tremenda autopsia y mostrárselas al mundo como realmente son. Los matemáticos se enamoran de ecuaciones, te dicen que eso es belleza, que todos estamos hechos de números. Los escritores se piensan que pueden con sus palabras, ya ves, con una herramienta tan pobre, abarcar la esencia de algo tan asombroso como la misma existencia. Somos tan torpes y mediocres que hasta los más poderosos terminan sintiendo lástima de sí mismos, al notar que ni siquiera con poder puede uno acercarse un poco a la esencia de las cosas.
La naturaleza es eso, es rabia y literatura, pero la literatura no son palabras sobre un papel, no son frases recitadas sobre una plataforma rodeada de gente en medio de una gran plaza. La literatura es caos.
Esta isla también es caos, lo muestra y lo representa en todo lo que permite que en ella ocurra. Yo soy como un nervio que sobresale de ella, y de mí se multiplican en dirección al vacío muchos más nervios, más brazos, cada uno lleno de células perfectas. Su carga es parpadeante, pero está ciega. Me acuerdo de todas esas veces que me caía de pequeña cuando salíamos a andar, luego besaba mis huesos si me había hecho algún daño y seguía andando. Siempre tan, tan imprudente que se me hacía imposible no sentirme en ocasiones una víctima de mí misma, de este empeño incesante por sorprenderme. Mi valentía me permitía quererme un poquito más, pero también suponía irremediablemente un lastre, ya que ¿dónde queda la barrera que parte la mitad honrada y bella de atreverse y la feroz, la que nos vuelve animales que no miden consecuencias más allá de la inmediata? Aprendes a convivir contigo misma a veces por pura inercia, y otras, como en mi caso, porque me era muy difícil que importase más lo malo que lo bueno. En realidad, los términos "malo" y "bueno" se desvían mucho de los significados que quiero mostrar aquí para analizarlos, aunque sea sólo de paso y con la punta de los dedos.
Me admiraba a mí misma en posición de rezo a los antiguos dioses de la
selva, con la boca fría y casi en las piedras, seca, con la mirada hacia dentro, aunque mis irises apuntasen afuera. Golpeaba el suelo sobre el que me había agachado con la palma abierta de par en par, y el mismo suelo subía y se expandía alrededor a base de hondas. Yo notaba el movimiento, cómo este me levantaba levemente tras mi golpe, cómo mi pelo caía hasta cubrir mis orejas del todo. Rezaba mucho antes, de pequeña y también de adolescente, cuando tenía la edad que tiene mi hija ahora. Con los años, entre muchas otras cosas, una deja de rezar, o al menos con esa frecuencia.
Mi madre, y no deja de llamarme la atención, sólo rezaba a los dioses que ella creía superiores, más poderosos o más útiles, o según le convenían al momento de soplar las velas y echar en falta. Ella me había enseñado así, y con esa enseñanza debí haber crecido yo tras haberla perdido; pero no, porque al fin de este camino, no podemos evitar ser quienes somos.
Está bien, entonces seamos justo lo que somos. En mi caso, yo rezaba siempre a todos. A los dioses del color y a los de la oscuridad, a los dioses de la cascada, los dioses de la tortura, a los que se desdibujaban en los ojos delirantes de la bestia casi muerta, y también a los que observaban impasibles, satisfechos, las concepciones y nacimientos. Y por si no fuera poco, también rezaba a las nubes, a las rocas y a los árboles. A todo lo que mi ojo catalogase como bello, a todo lo que lograse captar mi atención de una forma fuera de lo habitual. Casi todo alrededor, realmente, porque fui una niña viva e inflada de inocencia a la que todo le sorprendía, le resultaba fascinante y digno de admiración. Nunca me ha sido fácil distinguir ni participar de la todopoderosa dualidad de la que hacían uso todos, beber de esa misma copa donde si adoras lo alto, pasas por alto lo bajo. Yo no, yo no. Yo lo necesitaba siempre todo, la imagen y su reflejo, el vientre y lo que absorbía, lo que dejaban detrás y lo que luego buscaban desesperados delante.
Cuando Victoria nació, tan bonita y tan débil a la vez, sentí el mensaje de la isla, esa voz que siempre había estado ahí susurrando entre arrebatos de impotencia que yo le pertenecía, que tanto tenía de ella como ella también de mí, que ambas éramos y seríamos para siempre indivisibles. "Dos sistemas que interactúan uno con el otro durante un determinado período, aun siendo separados de alguna forma después, en algún momento perdido en el tiempo, siguen influyendo el uno en el otro de una manera sutil, siendo parte del uno para siempre ya parte del otro." Uno y otro, otro y uno. Vueltas y vueltas absurdas que sólo dicen lo mismo, todo el tiempo sin decirlo. Ah, el tiempo, ese invento tan ruin fabricado a duras penas por el hombre. Lo que esa redicha frase pretende decir es lo siguiente: cuando un lagarto se posa mucho sobre una roca, ¿no queda parte del lagarto para siempre en esa roca? Y en esta isla todo es roca, y yo nací siendo ya una especie de lagarto que se torcía con el sol, y mi compasión se extiende hasta llegar a esas rocas, y las incluye y las
envuelve.
¿Por qué escribo esto ahora? Cinquecento había sido siempre una isla de pescadores, pero a mí me daban pena los peces. Es curioso, por un lado, no parezco de esta isla, con esta extraña obsesión de proteger lo que no puede protegerse; pero por otro soy completamente ella, como dos partículas en una. No, no soy tan analítica ni mi capacidad de introspección es tan alta como puede parecer al leer estas palabras. Mi auténtico estado natural no es otro que el de la incontinencia. Primero actúo, y después, en caso de que ese "después" se hiciese efectivo y llegase a tomar forma, mi pensamiento decide si debía actuar o no. Exacto, llega tarde. Así funcionan mis nervios y mis estados de alerta, mis guerreros interiores: llegando tarde.
Recuerdo perfectamente una mañana de verano hace ahora algunos años. Bajé a la playa, me senté sobre las piedras y sentí el agua subirme fría desde las piernas a la espalda. Metí mi mano izquierda en el agua y encontré una piedra un poco más alargada que el resto, roja como el pelo de Victoria, que aún tardaría años en nacer. Al cogerla, surgieron en el lugar donde había estado varias burbujas del color de la lluvia sucia. Supuse que había vida allí abajo. Cada vez que uno golpea algo que todos creían imposible de golpear, surgen cosas imprevisibles. Cogí otra piedra, más azul esta vez, y luego otra algo más verde, del verde del musgo oscuro que cubre y rodea al castillo. Y luego metí todas ellas en un joyero de cristal con forma de pentágono. Rodeé el joyero con un trozo de papel, sujeto con un lazo, en el cual podía leerse "las piedras más bonitas de la playa."
La culpa de que el resto de familias que vivían en Cinquecento se marchasen fue sin duda de las guerras. Se lucha y se soporta una guerra, tal vez dos, pero cuando llega a cinco es injusto etiquetar a las personas de cobardes. Se marcharon en sus barcos en busca de islas más suaves donde edificar de nuevo sus castillos y construir sus jardines. Cinquecento estaba seco, las cenizas eran ya parte de su maquillaje, sus ríos corrían por inercia, casi sin fuerza, y cerraban los párpados justo antes de fundirse con el mar. Tampoco los animales que quedaron parecían estar demasiado satisfechos. A algunos los cazaron, pero se arrepintieron todos los años que vinieron. Y el océano no era más que una trampa para peces, porque si no nos quedase la pesca, ¿de qué viviríamos? Teníamos barcos, claro que los teníamos, las únicas dos familias que quedábamos todavía en esta isla, pero ¿a dónde íbamos a ir? Éste era nuestro hogar.
Me senté a explicarle todo esto a Victoria cuando cumplió los cinco años, pero entonces comprendí que ella ya lo sabía todo, porque ella miraba a la isla como la he mirado yo desde siempre. Con piedad.
Después de la última guerra, cuando Jonás, el hijo pequeño de Leroy el
jardinero, cumplió la edad apropiada para aprender el oficio de su padre, Leroy se dirigió a mi padre para pedirle un favor. Ya apenas quedaban plantas en pie alrededor del castillo, el jardín era un lugar al que parecía mejor no entrar si uno buscaba o esperaba presenciar algo medianamente decente, y la isla había quedado abandonada y sumida en un continuo funeral. Monstruos que no se dejaban cuidar, fueron exactamente las palabras que Leroy utilizó para explicarle su zozobra a mi padre. "Zozobra", qué palabra más horrible. ¿Qué sería de su hijo en un lugar como aquél? Ya no había sitio para un jardinero en la isla de las cenizas y las piedras, en la "isla de la muerte". Añadió que cualquier día nos tragaría, por esa "manía" que teníamos por aferrarnos a ella a pesar de haberse convertido en un lugar tan inhóspito. Ante las honestas palabras del jardinero, mi padre decidió mandar a buscar profesores que enseñasen a Jonás otro tipo de oficios y conocimientos, y de esta forma ayudar al muchacho a contar con herramientas suficientes para salir de esta isla del demonio y encontrar un futuro mejor.
Aquí nunca hemos sido de acoger a visitas durante mucho tiempo, porque de hecho casi nunca viene nadie, ¿quién va a venir? No hay nada que ver aquí, al menos para el que llega y va de paso, para el clásico navegante que anda centrado en su ruta y no se para a encontrar lo que no estaba buscando. Hay bellezas que están sólo en el ojo del que mira esperando esa belleza. Creamos lo que esperamos.
En el barco que topó con nuestra isla, aquel amanecer helado del invierno más largo que recuerdo haber pasado, venían cuatro pasajeros. La primera en bajarse, quejándose por la inclinación de la orilla y el movimiento de las piedras al pisarlas, fue Laura, la profesora de solfeo. Hestia le dedicó una de sus famosas miradas de desconfianza, a ella y a todos y cada uno de los que bajaron de aquel barco. Sabía que venían gracias al ruego de su padre y para echarle una mano a su hermano pequeño, pero le costaba mucho confiar de verdad en alguien. Ahora que lo pienso, quitándome a mí, y no siempre, no la recuerdo confiando en nadie más. Ella llevaba sus trenzas rubias sujetas sobre la nuca y un vestido color gris ceniza. No sabría decir cómo llevaba yo el pelo.
Tras Laura se bajó Ana, una señora mayor de expresión seria y que apenas tenía cuello. Caminaba echando su cuerpo, casi redondo completamente, hacia ambos lados, como si fuese a caerse todo el tiempo, tanto si pisaba sobre las piedras como sobre suelo firme. Ana se encargaría, según indicó mi padre al verla pisar la orilla, de instruir a Jonás en Geografía y en otras lenguas del océano, idiomas y dialectos de otras islas y pueblos distintos al nuestro.
La tercera persona en bajar fue Sonia, una mujer ancha de caderas, de pelo corto y ojos excesivamente abiertos y claros, que enseñaría a Jonás a leer con propiedad y a escribir siguiendo todas las normas de ortografía. Y, por último, poniendo sus pies sobre las puntiagudas piedras casi a cámara lenta,
calculando exactamente el ángulo de aquella superficie y cómo debía situar el pie, se incorporó a nuestra isla un caballero de casi cincuenta años, unos veinte más que yo y que Hestia, muy bien peinado, mostrando una sonrisa amplia a todo el mundo, que se hacía llamar Raúl y era el esposo de Sonia. Raúl enseñaría a Jonás a hacer cuentas, los números y las fórmulas, y, como decía Leroy, a conocer lo que somos y lo que todo en el mundo realmente es, desde los cielos hasta las olas, porque él pensaba que en las cifras se encontraban las respuestas a cualquier pregunta, como si fuesen milagrosas.
La cena de bienvenida que organizó mi padre fue abundante y tranquila, todos cumplieron con su papel correspondiente y comieron y bebieron y sonrieron, incluida mi preciosa Hestia. Yo también comí y bebí hasta que quedé harta y luego, pidiendo permiso educadamente, me puse de pie y me retiré, buscando el frescor del exterior del castillo.
Allí abajo no había luz, sólo algún rayo debilucho que caía de la luna a las piedras bajo mis pies. Sentí entonces unos pasos tímidos detrás de mí y me volví bruscamente, "Siento asustarte", dijo el supuesto marido de Sonia. "No pasa nada", dije yo. A lo lejos, unas nubes imprevistas habían empezado a recubrir parte del techo abovedado del mar. Pensé que eso quizá quería decir que llovería, y me concentré cerrando fuerte los ojos para respirar muy hondo y no agobiarme, ya que la falta de sol siempre me había provocado algo de asfixia.
—¿Estás bien?
Me agaché sin contestar y me senté sobre las piedras. Raúl se agachó también para sentarse junto a mí. "Si te incomodo dímelo y me voy sin más". Me explicó que se sentía algo agobiado entre tanta pared, que allí dentro ya todos hablaban de lo mismo. Tenía canas en el pelo detrás de las orejas, unas tímidas arrugas que le empezaban en el cuello, y los ojos de un marrón muy parecido al de los troncos cuando son viejos, con pestañas muy largas. Me preguntó si solía bajar allí, y yo no supe muy bien qué responder, ya que pensaba que había cosas que no se debían contar a desconocidos. Él no insistió, se puso a contar cosas sobre sí mismo mientras yo me dedicaba a colar los dedos entre las piedras. Algunas de las historietas que contaba se asemejaban a algunas que había vivido yo. "Yo tengo menos experiencia en todo que usted", le dije, "pero también he vivido cosas parecidas".
—Oh, por favor, no me hables de usted — me dijo.
Me disculpé y seguí escuchándolo. Era un hombre que sabía decir las cosas, y casi todo lo que decía era agradable, interesante o divertido. Me recordaba a los antiguos trovadores, como los que mi padre había hecho llamar en mis primeros cumpleaños. Un equilibrista nuevo que trabajaba con palabras en vez de cuerdas u objetos, un cantante que no cantaba, un
cuentacuentos. Pensé que existía la posibilidad de que todo lo que contase fuese verdad, al fin y al cabo, tenía edad para haberlo vivido. Aventuras de todo tipo, acompañadas de una expresividad a veces algo excesiva, pero sin rozar jamás lo inadecuado. De vez en cuando hacía pausas, sonreía, y se le colaba algo de la luna entre las patas de gallo y en unos disimulados hoyuelos, haciéndole parecer más niño. "Si tiras de la cuerda, las estrellas se mecen", me dijo una vez mi abuelo cuando yo era todavía muy pequeña. Su voz, la voz de Raúl, se balanceaba en el aire y tiraba de esa cuerda, y las estrellas del cielo parecía que se meciesen, que se acercasen unas a otras y se separasen luego.
Tras varias horas sin sacar más de dos frases de mí, Raúl se puso de pie y se dispuso a marcharse. "Eres más dura que las piedras", añadió antes de irse sacudiéndose la chaqueta.
**
Al día siguiente, en el cuartillo de madera blanca del jardín, empezaron las lecciones. Las de Jonás y las de todos. Yo bajé buscando a Hestia, pero ella no había bajado todavía; allí sólo estaba Ana, la señora sin cuello que caminaba hacia los lados, explicándole algunos términos en una lengua extraña al hijo de Leroy, que la miraba bastante interesado y tomaba apuntes en su cuaderno. Creo que fue la primera vez que Jonás usaba uno, aunque ya le habíamos enseñado a leer y a escribir años antes. Me senté a su lado unos minutos esperando a mi amiga, y le pasé el dedo por detrás de la oreja para que me la apartase riéndose, ya que siempre ha tenido muchas cosquillas. Ana sacó uno de sus libros enormes y llenos de ilustraciones de una bolsa gigantesca de tela que había traído, y abrió uno de ellos por una página con muchos animales y palabras. No logré entender ninguna. Ella, ante mi interés mostrado por su libro, se dirigió hacia mí antes de empezar su clase.
—Anoche te fuiste muy pronto a la playa. —Me aburro con facilidad.
—Estuviste bien acompañada.
—¿Cómo dice?
—Ten cuidado, niña, es lo único que siento la obligación de decirte.
—¿A qué se refiere?
—A Raúl.
Me sorprendió escuchar eso de alguien que supuestamente había viajado y trabajado mucho tiempo junto a él.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Es muy amable, ¿verdad? Quizá demasiado.
—Sí, sí que lo es.
—Y no dejará de serlo. Digamos que... desde siempre ha mostrado un especial interés en entretener a jóvenes como tú. Intenta no tomarme a mal este aviso, sé que es la primera vez que hablamos y...
—No se preocupe.
¿Entretener? Una parte de mí sí se sintió ofendida en aquel momento, a pesar de que era cierto que yo no le conocía de absolutamente nada, pero me sentí de pronto como un trofeo inútil, una joven incauta a la que aquel señor había intentado seducir con extraños encantamientos otras mil veces aplicados de igual forma. Era, al fin y al cabo, veinte años mayor que yo, y si esa era su afición, debía ser muy bueno en ella.
**
Algunas noches después, volví a bajar a la playa, esta vez acompañada por Hestia. A lo lejos, pudimos ver a Raúl sentado sobre una cuesta de rocas grandes mirando al mar.
—He hablado varias veces con él, y ya no hablo ni una más — me dijo Hestia, —que hable contigo, conmigo no tiene nada que hacer.
—Es un tipo divertido — me atreví a decir en mi insensatez.
—Es como un fantasma, Elena, dime que tú también lo ves. Es el típico
vendedor de humo.
Yo asentí con la cabeza y nos volvimos al castillo, pero me parecía injusto tener que renunciar a mis momentos junto al mar sólo porque me decían que huyese de aquel señor. No quería tener que ser yo la que se protegiese de nada ni de nadie, y sentía que no tenía por qué hacerlo, fuese o no verdad la advertencia de Ana. Confié en mi criterio y en mis mecanismos de defensa: si era un vendedor de humo, pues que me vendiese humo, yo tenía claro que no estaba interesada en humo alguno, y que al menos, si yo iba a convertirme en un entretenimiento para él, también él lo sería para mí. Al fin y al cabo, me hacía gracia su manera de decir las cosas, y pensé que nunca estaba de más reír de verdad de vez en cuando.
Al verme aparecer a su derecha, Raúl se echó al lado para que yo me sentase. Estaba un poco más serio que la otra vez. Me preguntó si mi prometido vivía en la isla y le expliqué que no, que era de una isla no muy lejana con la que manteníamos tratados de comercio muy útiles para la supervivencia de la nuestra. "Sobrevivir es importante", añadió a su largo discurso sobre islas y sobre comercio. Después yo insistí en que, de todas maneras, nos iba muy bien juntos, que hacíamos un buen equipo y que me hacía feliz, y él pareció regalarme una sonrisa sincera. Sentí que se abría una
puerta para que él también me hablase de su mujer y su vida junto a ella, y me expuso tranquilo y con una luz honesta sobre sus ojos lo enamorado que estaba, que nunca antes se había sentido como se sentía con ella, que era la mujer perfecta para él. Todo mi cuerpo se relajó, y pensé que era absurdo haber pensado que su amabilidad pudiese formar parte de alguna estratagema de acoso y derribo hacia mí; eso ya carecía de sentido, sino no me estaría hablando de esa forma de su esposa.
Me quedé entonces mirándole en silencio y admirando las palabras que le estaba dedicando a Sonia en ese momento, y por primera vez en todo el rato que habíamos estado hablando, sus ojos marrones soltaron las olas y se pararon frente a los míos.
—Me encanta — me dijo.
—Te encanta ¿qué?
—Tu expresividad, Elena. Eres increíblemente expresiva, aunque no te des ni cuenta.
—¿Lo dices en serio?
—Y esos ojillos que pones cuando no comprendes algo, o cuando te digo algo que no te esperas. Ahora acabas de ponerlos cuando te he dicho lo expresiva que eres. ¿Ves? Otra vez.
Rompió a reírse a carcajadas y yo no supe reaccionar, de modo que me quedé mitad sonriendo, mitad intentando no hacer ningún gesto exagerado, porque me sentí ridícula y pensé que se reía de mí.
—Eres muy bonita, si me permites decirlo. Por favor, no te enfades.
Y lo cierto es que, tras esa frase tan simple y que me repetiría después en tantas ocasiones, se me hacía imposible enfadarme. Ahora la leo y la escribo y son tan sólo palabras. No sé si llenas de humo, de arena o sal. Pero palabras.
Pasaron muchos días, a un ritmo que aun hoy soy incapaz de encarcelar entre frases, de acotar con el lenguaje. Jonás aprendía mucho muy deprisa, porque siempre fue un chico muy listo y muy aplicado. Yo estaba siendo instruida para tomar cargo del negocio de la isla cuando mi padre faltara. Odiaba la pesca, odiaba los barcos, odiaba todo lo odiable y dormía solamente noches sueltas. "Si tiras de la cuerda, las estrellas se mecen."
Bajé una de tantas noches hasta los dormitorios de los invitados con una hoja pequeña de uno de mis cuadernos, y sobre ella escribí "que pases mañana un buen día", me agaché frente a la puerta del dormitorio de Raúl y la dejé sobrevolar el frío suelo, como a veces sobrevuelan las olas más pequeñas y tímidas la orilla mojada. Raúl y Sonia dormían en cuartos distintos por exigencias de mis padres, que siempre funcionan según sus propias y antiguas
creencias.
A la noche siguiente, mientras me encontraba escribiendo en mi habitación, sentí que algo raspaba el hueco entre mi puerta y la piedra del suelo, y me asomé tras los bordes de mi mesa. Era un trozo muy pequeño de papel que decía: "Gracias. No eres tan dura como las piedras, me precipité al decirlo." Lo leí varias veces y después lo arrugué.
—Eres increíblemente divertida, no permitas que te convenzan de lo contrario — me dijo Raúl en nuestro siguiente encuentro. —En serio, nadie consigue hacerme reír tanto, absolutamente nadie.
Le reconocí que, al menos, sí que era peculiar, pero nunca lo había visto de esa forma, y nunca nadie me lo había dicho. Pero él insistió y siguió contándome cosas, intentando provocar opiniones contrarias en mí. Me di cuenta de que lo hacía para que yo me enfadase brevemente, ya que eso le divertía, pero siempre con la mejor de las intenciones, ya que decía que jamás soportaría verme enfadada de veras. De vez en cuando hacía pausas, me miraba y sonreía, y yo sentía una extrema e incómoda sensación de vergüenza, acompañada de ese reconocible calor bajo las mejillas. Aquella noche, tras retirarnos a dormir, volví a escuchar el vuelo torpe del papel y me agaché para abrirlo. "Eres lo que da vida a esta isla", decía la tinta sobre el blanco.
Tuve entonces la idea de prepararle algo más original, algo distinto de tanta carta y tanta noche sobre las piedras. Escribí la frase correspondiente, por supuesto, pero rompí aquel papel y metí cada uno de los trozos en una página distinta de varios libros antiguos de la enorme biblioteca de mi padre. Le hice bajar hasta allí y buscar cada uno de los libros hasta reunir todos y cada uno de los trozos. Sobre el único rincón de arena mojada de la playa, con un palo muy flaco y pequeño, le escribí la primera parte de la frase. Sobre una de las piedras gigantes blancuzcas, con un pico de carbón, la segunda, y en qué libros debía buscar su continuación. Y así hasta que las tuvo todas, las montó sobre el suelo de su dormitorio y pudo leer mi mensaje, que decía "eres tú quien trae esa vida."
**
Hestia empezaba a mirarme cada vez con más furia. Me convencía muchas noches para que me quedase con ella en los jardines y no bajase a la playa. Empezaba todas las conversaciones atravesándome con su mirada, más azul que el universo, y me dolía ya antes de que ella empezase a hablar.
—Jamás lo entenderé.
—¿No entenderás qué, Hestia?
—Cómo puedes llegar a ser tan ridícula.
—No sé a qué te refieres.
—Oh, Elena, por todos los dioses habidos y por haber. Sí que lo sabes, lo peor de todo es que lo sabes, que lo has sabido desde el principio.
No supe qué contestarle. Sí, me sentía ridícula cuando ella me lo decía, a pesar del descomunal amor con que solía hacerlo.
—Hestia...
—No tienes justificación. En serio, ¿por qué haces esto? Ya escuchaste que más sabe el diablo por viejo que por diablo, y él es de hecho ambas cosas, viejo y diablo. Quizá más lo segundo que lo primero.
—No lo conoces.
—¿Y crees que tú sí?
—Somos amigos, Hestia. Y eso, hasta donde mi mente "ridícula" alcanza, no es algo de lo que huir.
—Tienes tu vida, Elena, y él no es parte de esa vida. Él vino, con su barco, su trabajo, su mujer. Y cuando acabe se irá.
Sus palabras se posaron en mi cuerpo haciendo fuerza, y sentí que mi corazón hacía a su vez fuerza hacia fuera, defendiéndose del daño. Porque aquello era daño. También las rocas vinieron del mismo lugar que nosotros, la misma cuna. Dicen que no albergan vida, pero ¿no es el daño acaso parte intrínseca de todo lo que existe?
—Me ha prometido que nunca nos alejaremos mucho.
Hestia se rio entonces con ganas al escucharme. Paró y arrancó de nuevo, tapándose media cara e incluso inclinándose hacia detrás. Después volvió a dirigirse a mí con un tono más solemne.
—Está bien, imaginemos que es verdad. Sí, no me mires así. Imaginemos que le compro ese humo, eso de que no se alejará de ti. ¿De verdad crees que debería? ¿Crees que lo mejor es que no se aleje?
Abrí la boca para hablar hasta en tres ocasiones, pero ya su sonrisa satisfecha se había dado por ganadora. No, tenía razón. Algo en mí me decía que lo mejor para ambos era acabar con aquella amistad en aquel momento. Pero a la vez me enfadaba, igual o más que las palabras de mi amiga, solamente atreverme a pensarlo, reconocérmelo a mí misma. ¿No podíamos ser amigos?, ¿tan insostenible era? Le insistí otra vez a Hestia, exponiéndole que había gente más dulce que otra, que él expresaba de esa forma su inmensa confianza en mí y su amistad. "Amistad", "amistad"... Cada vez que esa palabra atravesaba mi boca, algo en las pupilas de Hestia se abría.
—No es tu amigo, y tú no eres su amiga — me dijo. —Por supuesto que lo es.
—¿Estás segura?
—¿Dónde está el problema? Sí, la diferencia de edad es abismal, yo estoy felizmente prometida y él felizmente casado. Eso no es impedimento para forjar amistades.
—Elena, tú no eres más que su aplauso de turno en esta parada de su viaje, que por supuesto no acaba aquí.
Tragué saliva sabiendo que de nada serviría volver a enfrentarme a ella, me di la vuelta y me fui.
No dejé de bajar a la playa porque aquella era mi playa, no dejé de hablar con él porque las personas son sólo personas, pensé, y él se merecía de mí la confianza que casi nadie parecía mostrarle. Si algún día la tristeza me despertaba y lograba que bajase la cabeza, él sabía qué decir, cómo decirlo, para lograr confortarme. Se lo dije, y él me dijo que saber que tenía el poder de confortarme le llenaba de orgullo, y que yo era un regalo oportuno para él en un momento "extraño" de su vida, que mi presencia le había iluminado y hecho feliz, y que se sentía asombrado y afortunado de que así fuera.
Lo que al principio habían sido sólo palabras amables, tomaron forma de perlas fascinantes para mí, y me acariciaba a ratos con las uñas de su voz hasta que dormía. Aun así, los insectos de la duda lograban algunas veces trepar hasta el cabecero para espantarme la paz, de forma que decidí acercarme a hablar con Ana, la señora sin cuello que conocía todas las lenguas del océano. Nos sentamos en el banco de hierro que estaba justo al bajar desde las puertas de los baños. Era un buen sitio para conversar, porque desde aquel lugar no podía verse la playa, solamente un trozo largo de manto azul.
—Llevo años trabajando con Raúl, y sólo puedo decirte que no hay rumor incierto sobre él — me confesó Ana.
—¿Y su esposa lo sabe?
—Yo no voy a entrar ahí. Hemos parado en otras islas, me acuerdo muy bien de todas. Les había prometido el cielo, con sus nubes y sus pájaros, con sus...
—¿Y cómo sé que es verdad?
—Si no lo sabes ya, yo me preocuparía. Grábate esta frase en el cerebro, niña: no eres importante para él.
"No eres importante para él."
**
Siguieron pasando días, y uno de tantos, de repente, la expresión de Raúl era distinta. Fue entonces cuando empecé a comprender. Comprender no que ellas tuviesen razón, porque yo seguí apostando por él en todo momento, sino comprender lo idiota que había sido al no haberme dado cuenta de lo que había entrado en mí, con disimulo, de puntillas, como entraban los papeles por la finísima raja sobre el suelo. Esperé a que los demás se retirasen y escribí, "por favor, déjame ayudarte, no soporto verte mal." Tras dejárselo caer sobre la piedra, me retiré a mi habitación, pero alguien golpeó la puerta. Abrí y no había nadie. Supe entonces que debía bajar a la playa.
—Gracias por la atención, realmente me hacía falta — me dijo él al llegar.
—¿Va todo bien? Llevas varios días con el gesto del revés.
—No sabes cómo me alegra que te des cuenta. Eso significa que estás pendiente, que te importo.
—Por supuesto que me importas.
Reparé en que no había pensado antes de decir aquello. Él, que no estaba acostumbrado a que yo fuese la de las frases amables, abrió los ojos sorprendido. Me habló de lo especial que era yo para él, cómo en poquísimo tiempo había logrado crear algo dentro de él que no estaba y se sentía frágil frente a mí. "Eres mi debilidad, Elena", fueron literalmente sus palabras. Sintiendo cómo ese humo, real o ficticio, que llegaba a mí desde su voz, se colaba por mis párpados, oídos y labios, llegaba hasta mi garganta y bajaba hasta el lugar donde casi nada llega, perdí toda capacidad de distinción respecto a los límites de mis propias frases. Dije sin más, hablé lo que de mi cuerpo mi idioma le quiso hablar, y me escuché desde lejos, como si una parte de mí ya no estuviese conmigo.
Le dije que no sabía qué me ocurría junto a él, y él respondió que a los dos nos ocurría exactamente lo mismo, que nos sentíamos en paz el uno junto al otro, que sentíamos que podíamos hablar de cualquier cosa sin juzgarnos, que quizá justo por eso había entrado yo en su vida "como entra toda la espuma de las olas en las rocas, que cortan, pero suavizan." Añadió que yo ya me había ganado preguntarle lo que fuese, que jamás podría mentirme. Yo le dije que me habían advertido contra él. Asintió, ya lo sabía, sabía lo que todo el mundo iba contando de él. No le importaba, ese hombre del que hablaban no era él. Dijo que ninguno de ellos le conocía. "Yo no voy a hacerte daño, ¿me crees?" Dudé antes de contestarle, pero no le molestó. Le comuniqué entonces sin reparos ese oleaje de dudas que aparecían a veces y me asaltaban, y añadió que él contra eso nada podía hacer. Me recomendó que mirase en mi interior y me contestase yo misma. Y justo antes de que yo dijese nada, él me detuvo
diciendo "ya lo has dicho todo con los ojos."
Cuando le conté a Hestia esa conversación, ella se llevó las manos a la cabeza. Tardó un buen rato en arrancar, creo que porque no quería hacerme daño.
—Elena, dime una cosa. —Pregúntala.
—Pero dime la verdad.
—Yo siempre digo la verdad.
Me creyó porque sabía que era cierto. Siempre lo digo todo con la expresión, como los animalillos. Si tengo hambre, lo ve todo el que me mire. Si tengo sueño, también.
—Dime qué sientes — me dijo Hestia.
—Siento que es verdad lo que dice, y si miente al hacerlo, es una pena que no lo vea, porque lo cierto es que es verdad, que está ahí y yo lo veo.
—¿Qué ves?, ¿de qué hablas?
—Esa paz. Existe, la vea él o no, me mienta o no. De modo que, en caso de que todo en sus palabras sea mentira, está diciendo algo cierto mientras miente, está hablando la verdad, aunque crea que la inventa.
Me escuché, otra vez, desde lo alto, mirándome a mí misma y apuntándome a la vez con el dedo. No quería tener que juzgarme, pero tampoco quería rendirme frente mí misma, perderme ante mis palabras.
—¿Qué ves en él, Elena?
Tardé algo en darle una respuesta. Después me concentré en ese punto de adentro que tanto sabe de todo, que todo lo entiende siempre.
—Veo lo que él no ve, lo que parece que todos aquí han perdido de vista. Veo un cúmulo precioso de estrellas conectadas entre sí formando a partir del barro una persona. Veo un ser que ama y que sufre, que intenta sobrevivir, que habla y abraza y desea, que pierde y vuelve a empezar. Veo un humano, un hombre. Veo alguien eterno que ha olvidado que lo es, que ha olvidado que es un trozo de universo inconsciente de sí mismo. Veo belleza.
—También existe violencia en el ser humano, Elena.
—No he dicho que no exista.
—No has dicho que la veas. Respóndeme a algo: ¿a qué temes más que a nada en este mundo?
—¿Por qué me preguntas tanto? Ya lo sabes. —No, Elena, no lo sé. Dímelo tú.
—Le temo al dolor.
—Es cierto, le temes mucho al dolor. Le temes porque sabes cómo eres, sabes qué eres, sabes que no llevas bien el daño, que entra en ti como la espuma ésa de la que él te habla que entra en las piedras, destrozándolas. Pero el dolor es una mera consecuencia, no es a lo que más debes temer.
—¿Y a qué crees que debería tenerle mucho más miedo que al dolor?
Entendía lo que Hestia estaba intentando hacer, pero no quise ser yo la que se atreviese entonces a verbalizarlo. La dejé hablar a ella, dejé que lo que explicaba se clavase en mi frente como espinas y la sangre me cubriese como una gasa los ojos.
—La ternura, Elena. Hay hombres que temen la violencia, que temen el odio, que temen la guerra. Todo eso se puede devolver, todo eso se puede vengar. Si me odias, yo te odiaré en consecuencia. Si usas violencia contra mí, yo la usaré contra ti. Pero, ¿cómo se defiende uno de la ternura? No hay forma de defenderse de ella. Si entra en ti, si la recibes, la única forma de devolverla es haciéndola crecer. No hay manera de frenarla, la ternura sólo sirve para destruir aquello que la toca. Con ternura abraza el agua asesina a las rocas que desgasta, Elena. Con ternura abraza el sol lo que seca, lo que arruga, lo que oxida. La única forma de ganar es huyendo de ella, no existe ninguna otra.
Yo no supe contestarle, no recuerdo si lo hice, si me atreví a decir algo que nada tuviese que ver con aquello, algo trivial que intentase desnivelar unas décimas la balanza e inclinarla hacia mi ego.
Fue ese día cuando decidí alejarme un poco más de Raúl, no por él, no porque dudase de él, sino por mí. Le veía de lejos pasear con Sonia por la playa, por los jardines oscuros, por los pasillos de mi casa. Me sorprendía no sentir ni el más mínimo atisbo de algo parecido a la envidia. Me hacía tan increíblemente feliz verle feliz, de la manera que fuese, al lado de quien fuese, que la sola recompensa o condición que pedía a cambio de mi atención era ésa, aunque fuese al otro extremo de la mesa, al otro lado de las puertas, a lo lejos en la playa. Poder ser testigo al menos de esos momentos en que él demostraba estar feliz. No tener que contemplar su rostro serio jamás, no tener que observarle mirar triste, ya que había tomado forma en mí un sentimiento parecido al que describen los ancianos cuando hablan de las madres, ese deseo incesante de evitarle el sufrimiento a sus hijos, a pesar de la certeza de que éste es inevitable y a veces un buen maestro.
Me acosté una de esas noches y permanecí en silencio mirando al techo.
No sonó ningún papel, ningún golpe tras la puerta. Fuera todo estaba oscuro, pero dentro la oscuridad era peor y sólo podía oír mi latido a tropezones. Al despertar, miré el suelo. Nada. Miré a la playa, y él estaba allí sentado, como tantas otras veces, manoseando unas piedras y tirándolas al agua. Bajé y le hablé como si no hubiese hablado antes con Hestia, como si no hubiese habido noche oscura tras de mí, como si no hubiese en mí nada aparte de ternura.
Le hablé como si nada y él también me respondió como si nada, sonriendo, mostrándome algunas piedras de colores que tenían formas curiosas. No recuerdo qué me dijo, pero recuerdo lo que pensé. Ése es el mayor defecto que he tenido desde siempre, ya me lo decía mi padre de pequeña y yo lo veo de mayor, el peor defecto de todos. No sé pensar con la mente, pienso con el corazón. Hestia tenía razón, era imposible defenderse. Opté por no hacerlo entonces, por disfrutar en silencio de su voz y de su compañía, hasta que llegase el día en que tuviese que irse. Después, ya me encargaría yo sola, tranquila, de reencontrarme conmigo misma.
—Gracias, Elena — me dijo Raúl. —¿Gracias por qué?
—Por confiar en mí.
Me habló sobre su infancia y algunas de las cosas que decía ya me sonaban de antes. "A este ritmo creo que vas a saberlo todo sobre mí", bromeó. Algunas veces disparaba algún halago que otro, pero ya no conseguía sonrojarme. Supongo que me estaba acostumbrando y me interesaba ahora mucho más no apartar la vista de su rostro, no perderme desde ese palco magnífico su limpia y abierta risa, que estar pendiente de sus palabras. Era entonces cuando él decidía dejar caer una broma algo grosera, intentando sorprenderme para hacerme reaccionar.
—Ya ni te cambia el gesto, te da igual lo que te diga.
Pero realmente no se creía lo que decía, por eso guiñaba un ojo al hacerlo. —Sé que estás bromeando, Raúl.
—Vaya, entonces ya distingues cuándo bromeo de cuándo no.
—Es fácil: siempre estás bromeando y nunca estás bromeando.
Le impactó y le hizo gracia mi comentario.
—Chica lista — concluyó.
Algunos rayos del sol, que se volvían más anchos a medida que caían, le aclaraban el pelo. Las pocas canas que mostraba se veían brillantes, como hilos de oro sobre un manto. Había algo que le caracterizaba especialmente, y eran sus pestañas. Las tenía largas y muy negras, como barrotes que cortaban
las barras amarillas que nos regalaba el cielo. Cada vez que cerraba los ojos al sonreír, parecía que sus pestañas los defendiesen. ¿De mi ternura? Puede ser, al fin y al cabo, llegó un momento en que ésta se disparaba en todas las direcciones. Igual que el rayo de sol que se estiraba hasta romperse, yo me rompía torpemente y mi rostro era un cristal, desde el cual se iban mostrando uno a uno mis demonios ante el mundo.
—No me puedo defender.
Eso fue lo que le dije un día a Hestia, justo cuando ya el último sol naranja había entrado por completo en el océano, derramándose y tiñendo toda el agua de mil tonos.
**
Los días se sucedieron, y ahora algunos se entremezclan y los detalles se pierden en mi cabeza. Ahora aprieto los codos sobre la mesa y un poco también de paso las neuronas más dormidas.
Recuerdo aquel día en que me sentía inmensamente triste a causa de una pelea que había tenido con Hestia, y cómo él canceló las lecciones que ya había organizado con Jonás para ese día para pasar horas conmigo intentando que me olvidase de todo. Sentí esa cercanía y amistad de las que me había hablado, que no estaba sola si él observaba en mi rostro la tristeza.
Recuerdo también aquella mañana que nos tumbamos en las piedras, mis dedos sobre los suyos y su mano apretando la mía. Mi dedo índice peinando los pelos de su brazo, justo antes de llegar a la muñeca, y luego subiendo al cuello y acariciándolo despacio, mientras observaba un gesto incomparable de paz dibujarse sobre su cara tranquila.
Y sobre todo recuerdo el día en que se marcharon como si fuese ayer mismo, como si hubiera despertado esta mañana y no hubiese pasado ni un año. Ni un sólo año.
Jonás y Leroy se mostraron agradecidos y satisfechos, se abrazaron a todos y cada uno de ellos. Laura, tan dulce y tan abierta como siempre, le deseó lo mejor a Jonás y después se despidió de Hestia con palabras muy amables. Ana también lo hizo, aunque a su forma, más sobria y un poco menos sentimental. Sonia las siguió después, muy sonriente y cercana, recordándole a Jonás que no tardase en poner en práctica todos sus nuevos conocimientos, ya que no todos los muchachos de su edad los tenían y eso era un privilegio increíble que no debía jamás obviar. Mi padre les dedicó también algunas palabras y yo les di un breve abrazo a cada uno. Cuando llegué a donde estaba Raúl, que acababa de darle una palmada en la espalda a Jonás y le decía adiós a Hestia sin atreverse a acercarse demasiado, intenté decirle algo, pero no pude.
—¿Vas a hablar? — me invitó él, con una media sonrisa. —Reconoce que disfrutas como un niño.
—Disfruto como un adulto.
Tras decir eso, me dio la impresión de que no estaba bromeando, porque al decirlo no volvió a sonreír más, y sus ojos se cubrieron de un aire serio. Quise decirle que no hacía falta decir nada, pero ya estaría hablando de todas formas, y era absurdo gastar voz para no decir apenas. Me acerqué, él abrió los brazos, y yo caí sobre ellos abriendo los míos como un pájaro que cae a descansar después de un vuelo muy largo, o que intenta incrementar toda la fuerza que posee justo antes, precisamente, de ese vuelo.
Una pequeña oración dirigida al inmenso y desdentado océano se separó de mis labios, una oración que pedía protección para todos, y sobre todo para él. "Ten cuidado con el mar, no atiende a lógica alguna cuando se enfurece", decidí decirle al fin en pleno abrazo, con la barbilla pegada a su cuello. "Este abrazo tan largo es una estrategia magnífica para ocultarme tu cara", contestó él entre susurros. Tenía razón, así que sonreí de nuevo cerrando los brazos un poco más, y ya por fin le solté.
Le miré mientras subía en aquel barco de madera azul y observé cómo la embarcación subía poco a poco los escalones de las olas, entrando seguro y fuerte en el mar. "Iba a pasar", habló Hestia detrás de mí. Cuando ya no se veía ni rastro del barco, me retiré de aquella orilla, de pronto tan grande. Siempre había estado allí, pero su paso por ella le había cambiado el rostro a todas las realidades que habían formado esta isla.
Caminé hasta los jardines siguiendo a Hestia, aunque a mitad de camino algo consiguió frenarme. Mi sorpresa fue más grande que el vacío que acababa de sentir. Miré al suelo, a las piedras, y a mis pies... Algo vibraba bajo ellas, algo distinto. Hestia se acercó hasta donde yo me había quedado inmóvil, su mirada me preguntó qué ocurría, y la frase resbaló de mis labios casi sin hacer yo fuerza: "la isla está respirando."
Para mi padre fue incluso más sorprendente. Cuando me hizo llamar a su despacho, no tuve claro si estaba enfadado o simplemente en estado de alerta. Se había sentado mirando a la ventana, pensativo.
—Hola, padre. Supongo que me has llamado porque te inquieta la isla. —¿Es cierto?
—Sí. Pero le pondré remedio, lo prometo.
—Muchos pensarían que estamos locos, pero no han vivido nunca en esta isla.
—No nos puede juzgar nadie.
—Nos dirían que cómo podemos intentar frenar el aire, que cómo nos atrevemos a ponerle barreras a la vida, que cómo puede faltarnos tanta sensibilidad.
—Van a nacer flores, padre — tragué saliva, reconozco que asustada, tras decir eso.
—¿Crees que no lo sé? Puede que sea lo que más me preocupa. Ya hemos hablado de esto: las flores adornan lo suficiente hasta que mueren, ninguna flor de ésas que salgan ahora va a aguantar el día a día de esta tierra, la pesadez de este viento, la falta de calidez de estos muros. Caerán como todas las demás cayeron antes, y volveremos a ser un puñado de seres quejumbrosos sobre un montón de agua sólida que deambulan sombríos, deseando que su isla fuese más acogedora algunas veces, pero sabiendo la verdad. Al final, uno sólo puede y debe ser lo que es.
Se puso entonces de pie y me miró antes de seguir hablando. Vio lo que había tras mis ojos. Sentí pena de mí misma, de cómo alguien podía ser tan extremadamente frágil mientras fingía que era poco menos que invencible. Me dio pena mi propia soberbia y eché de menos el rencor y la rabia primitivas con las que había crecido, pero ahora ya no era esa chiquilla contestona que nada sabía del mar ni de la roca. Ahora podía sostenerle la mirada a mi padre por muy turbia que ésta fuese y levantar la barbilla, aunque estuviese arrodillada por dentro.
—Elena, tú sabes quién eres. Puede que lo hayas olvidado y que lo olvides a veces, no pasa nada, todos lo hacemos. Pero yo sé que lo sabes: sabes quién eres y sabes qué eres.
—Qué suerte tengo de tenerte.
—No, hija. Soy yo el afortunado por tenerte a ti.
**
Crecieron flores, y muchas, y las odié mientras crecían; y la respiración de la isla, al principio tan enérgica y vital, cada vez se levantaba de su infierno con más trabajo. Ahí abajo debía hacer mucho calor, y su aliento sabía a centro de la tierra, a sangre del corazón del mundo.
El aire a veces venía limpio con las olas, que refrescan todo aquello que acarician, y otras venía como humo, llenándolo todo de nostalgia, impregnando los vestidos, los abrigos, los muebles, de pegajosa, insoportable memoria. Me convencí de que esa playa había estado siempre así, pero lo cierto es que ahora era otra playa distinta.
Me casé con el que era mi prometido algunos meses más tarde, en la isla
de la que él venía, bajo un sol maravilloso, y no mucho después llegó la que sería la sorpresa más grande de todas, la más bella con tanta diferencia que hizo que todo lo demás, cualquier daño, cualquier lástima, se volviese de golpe insignificante. Victoria.
Al nacimiento de Victoria le siguió la repentina enfermedad y muerte de mi marido. Los pocos que quedábamos en la isla vivimos un largo y pesado luto. Los años pasaron, como pasan las olas sin mirar lo que dejan atrás ni lo que barren consigo. Hestia conoció a un muchacho de otra isla y también se casaron, y vinieron a vivir con nosotros a Cinquecento. El hijo de Hestia, Leonardo, nació cuando Victoria ya había cumplido los nueve años. Tenía el pelo tan rubio como ella e igual de abundante.
Leroy y mi padre también murieron, como murieron las flores, desgastados también por el agua y por el frío. El exceso de humedad se coló en sus huesos viejos y nos dejó levitando de dolor sobre las piedras. No recuerdo haber llorado tanto en toda mi vida como el día en que tuve que enterrar a mi padre.
La isla ahora era mía, y tendría que encargarme de sus negocios y de la pesca, lo cual al principio fue bastante duro, pero no tenía más remedio. Jonás viajó por multitud de sitios y trabajó de todo lo que uno puede trabajar, antes de decidir al fin quedarse también aquí, con su familia y amigos, descansando y deleitándonos muchas noches con las historias de sus aventuras. Estaba bien tener otro hombre en la isla, aunque fuese uno tan joven, aparte del pequeño Leonardo, cuyo padre estaba siempre en alta mar.
La misma noche del décimo quinto cumpleaños de Victoria, unos gritos procedentes de la playa nos despertaron. Me puse de pie temblando del susto y en el pasillo me encontré a un acelerado Jonás. Juntos bajamos de inmediato a ver qué ocurría. Se trataba de un navío gigante que se había desviado en mitad de la tormenta hasta acabar volcándose y chocando contra nosotros. Algunos de mis hombres, que pasaban la noche en unas cabañas junto a la playa esperando a que amaneciera para echarse al mar, consiguieron con esfuerzo sacar de aquella vorágine de láminas rotas, velas y enseres, los cuerpos de algunos hombres. Era plena madrugada y apenas se podía ver a causa de la terrible tormenta. Apestaba a sal y algas, y los cuerpos de aquellos navegantes habían sido maltratados por los golpes de las olas y las repentinas rocas.
A la mañana siguiente, que tanto tardó en llegar, estábamos todos agotados y todavía con el susto en el pecho. Hestia se había pasado horas intentando dormir a Leonardo, y Victoria no dejaba de hacer preguntas y de asomarse a las cabañas de los trabajadores, donde habíamos logrado recostar, curar un poco y limpiar por encima a aquellos hombres. Uno de ellos abrió un ojo y solamente dijo "¿cuántos quedamos?" Yo había pasado toda la noche y toda la madrugada junto a ellos, preocupada por su estado, y le contesté que habíamos
logrado salvar a siete. "Siete...", repitió aquel hombre, visiblemente entristecido. Me explicó en voz muy baja, casi imperceptible, que en el navío viajaban más de setenta. Después siguió tosiendo, y me sorprendió que aún quedase algo de agua marina en sus pulmones.
—Se los ha tragado el mar. Lo siento.
No supe muy bien qué añadir, era una situación desagradable para todos. Mi playa estaba repleta de piezas sueltas y destrozadas de su barco. Tantas que seguramente todavía deben quedar a día de hoy. El océano acabará por llevárselas todas algún día.
Como la mayoría de mis trabajadores se tuvieron que marchar, mandé a Victoria a quedarse junto a Jonás en el despacho y yo me quedé sentada junto a algunos de esos hombres. Me paseaba de vez en cuando de un lado a otro y de cabaña en cabaña, pendiente de lo que pudiesen necesitar. Había dos en la primera cabaña, otros dos en la siguiente, y en la tercera los tres restantes. El resto de las cabañas habían sido construidas tierra adentro y no hizo falta utilizarlas. Todos mis trabajadores tuvieron que reorganizarse para dormir en ellas como buenamente cupiesen.
Les traje jarras con agua a los que vi más dispuestos y ya más recuperados. Y a los que parecían mostrarse más preparados mental y físicamente, también algo de comida. Al principio en forma de purés y de caldos, después más elaborada.
—Esta isla está maldita — me dijo uno de ellos sin pestañear. Le expliqué que no era cierto, pero que el mar no comprendía de las vidas que lo rompen ni de las almas que lo navegan. El mar todo lo hace a ciegas, se lo intenté explicar bien, porque en el fondo es oscuro, aunque desde fuera todos lo veamos color azul. Su majestuosidad nos engaña, como todo lo que es bello en un principio. Pero si besas las olas, si metes el cuerpo entero entre ola y ola, si te dejas arrastrar por el agua que has besado, empiezas a darte cuenta de que solamente hay frío y oscuridad allí abajo. Que solo fue bello desde afuera.
Salí de la segunda cabaña y me dirigí entonces a la tercera. De los tres hombres que había allí, uno de ellos estaba moribundo, tan exhausto que no quería beber nada y era incapaz de mirarte cuando le hablabas. Supuse que no tardaría mucho en dejarnos y no me equivoqué. La misma rabia salvaje que lo había empujado aquí fue la que se lo llevó, sobre una balsa serena, a la tumba más antigua y más sagrada de todas.
El segundo de esos hombres era un viejo cascarrabias. Después de dos o tres días, insistió en levantarse y ponerse a montar de nuevo el barco. Estaba claro: había perdido la razón. Se pensaba que él solo lograría encajar todas las piezas y levantar su navío de nuevo, y que podrían seguir con su ruta como si
nada. Nunca sabré si me maravilla más la inocencia de los niños o la de los ancianos. Ambos comparten esa sabiduría que sólo te da sentirte a uno de los extremos de la vida. También deduje que parte de lo adorable en aquel hombre me lo producía el hecho de verme tan reflejada en él. Ese deseo de hacer todo lo que el espíritu me había pedido siempre, sin atender a órdenes, ni a líneas trazadas, ni a mapas. Yo había pasado ya la imponente frontera de los cuarenta, y el mundo no era tan bravo ni tan sorprendente como antes. La juventud se me estaba escapando entre los dedos y todo a mi alrededor empezaba a parecerse a la isla que describía el bueno de Leroy. Arena bajo tierra, personas miserables, solitarias o simplemente decepcionadas. Seguía viendo lo bello, lo seguía reconociendo, pero ya no penetraba en mis poros como el aire, ya no inundaba mi existencia ni mis pulmones. Había aprendido a defenderme de lo indefendible.
El tercero de los hombres que ocupaban esa cabaña era Raúl. Lo había reconocido desde que lo vi tirarse desde proa en mitad de la tormenta, dar varias vueltas sobre las piedras protegiéndose los ojos y caer casi a los pies de uno de mis hombres, que lo había levantado y llevado a la cabaña. Llevaba con fiebre varios días y había vomitado todo lo que le habíamos llevado para comer. Hestia me había pedido que no pasase mucho tiempo allí, pero no había insistido. Le rodeamos el cuello con unas vendas, ya que se había arañado y temíamos que sangrase demasiado. Mostraba unas ojeras muy blancas y respiraba con algo de dificultad.
Esperé varias semanas hasta que él empezó a mejorar. Cuando por fin pudo hablar, aunque todavía seguía tumbado y sin mucha fuerza en las piernas, logró incorporarse un poco y me miró agradecido. Pensé que sus ojos eran exactamente los mismos, que eso debía ser algo que jamás envejecía.
—Estás igual — arrancó a decirme finalmente. Su voz también era la misma, sólo que ahora en la dureza no se intuía suavidad. Tosió varias veces tras hablar, y luego bajó la vista a su mano para ver si había sangre. No había, de forma que suspiró con alivio.
—Sabes que no — le contesté.
—Prácticamente. No deberías estar aquí, sólo hay enfermos. —Por eso estoy aquí.
No había el más mínimo rastro de dulzura en mis palabras, en el tono de mi voz, ni en mi mirada. La sentía salir de mí robusta como las rocas y posarse en sus pupilas agotadas por la fiebre. Pensé en lo que él pensaría de mí en aquel momento. Había conocido hacía más de quince años a una mujer joven y entregada, llena de brillo e ilusión en los ojos, que le había ofrecido todo, o casi todo. Había hecho que respirase una isla ya gastada de tristeza. La había
hecho respirar por él.
**
Fueron días raros. Una tarde, a mitad de camino, Hestia me paró en la playa y me dijo que quería hablar conmigo. Asentí con la cabeza y paseamos. Ella sí que había envejecido más que yo, su pelo antes fue rubio era ahora color gris ceniza, y sus ojos desconfiados se mostraban siempre tristes. Una pena, porque no conocí nunca mujer más guapa que Hestia.
—Raúl pronto podrá andar, Elena. Deberías procurarles a los que salgan de ésta una barca en condiciones e ir preparando su marcha.
Tenía razón, eso era justo lo que debía hacer, así que me dispuse a hacerlo. Puse a muchos de mis hombres a preparar una buena embarcación que e
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